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Adolfo Suárez González podía haber inspirado una tragedia griega,
como subtitulé mi libro, pero también podría haber sido un buen tema para William Shakespeare, o en España, sin ir más lejos, podría ser motivo de inspiración para un romance medieval o para el autor de
El Lazarillo de Tormes.
Y es que Adolfo Suárez transcurrió entre la picaresca y la épica. En puridad podría decirse que fue un pícaro que devino en héroe, un trepa del franquismo valiente y algo chuleta que cuando los avatares de la Patria le colocan en primer plano sacrifica su pasado y arriesga su vida, literalmente, y lo que es más doloroso el reconocimiento de los suyos.
Este hombre que había escalado valiéndose de astutas tretas y mucha cara los escalones del Régimen, con la camisa azul del partido único hasta alcanzar la Secretaria General del Movimiento (Falange), este hombre del que se decía que era "un chuletón de Ávila poco hecho"; este personaje que se había ganado la vida y la carrera de derecho, de oyente, ejerciendo de maletero en la estación de tren, de vendedor de electrodomésticos puerta a puerta, de mayordomo y hasta de extra de cine; este político de pocas lecturas pero de afinada nariz y dotado de un audacia sin límites a quien miraban con condescendencia los prohombres del franquismo coleccionistas de títulos académicos fue el "hombre de la situación", como se decía antes de la guerra, y el demoledor perfecto del régimen que tan bien conocía.
Para esa deconstrucción le reclutó el rey Don Juan Carlos pero Adolfo fue más lejos del designio real y de lo que esperaban los personajes mejor situados con el monarca como Torcuato Fernández Miranda. Este, que se consideraba, en buena parte con razón, el diseñador de la operación que le había encargado el Rey, esperaba que realizada la tarea sucia de desmontar el bunker franquista se retirara en buena hora y que fuera él quien protagonizara la nueva situación. Algo que también esperaban otros mandarines del Régimen. "Tú ya has cumplido tu trabajo brillantemente, ahora déjanos a los que sabemos", era la consigna implícita.
Pero menospreciaron la audacia de quien se consideraba un chusquero de la política, un guerrillero, El Cebrereño. Y Suárez, dejando boquiabiertos a estos prohombres y quizás al propio Rey decidió reclutar su propio partido y a partir de su victoria en las urnas se hinchó de orgullo democrático, a veces, incluso, contrariando al monarca. Suárez le fue leal al Rey pero más a la democracia, al pueblo que le había elegido en buena lid. Más allá de esa lealtad y de la profunda amistad que se profesaron ambos, el Rey alimentó alguna suspicacia por quien le restaba algún protagonismo en los méritos de la Transición. No es baladí el hecho de que Don Juan Carlos, que le distinguiera con un ducado, no le concedió el máximo galardón de la Monarquía, el Toisón de Oro, hasta muy recientemente, cuando ya Suárez no conocía a nadie en una escena entrañable propia de una tragedia shakesperiana.
Desde mi punto de vista, el gran mérito de Adolfo Suárez es que, a diferencia de las grandes figuras del Régimen, de los Fraga, Areilza, Osorio, Fernández de la Mora, Silva y compañía, Suárez, el hombre de camisa azul cuya designación por el Rey fue calificada por Ricardo de la Cierva con la exclamación: "Que error, que gran error", fue el único que, con intuición admirable, se percató de algo que hasta el Rey dudaba, que no era el momento de hacer reformas del régimen manteniendo su continuidad, que había llegado la hora de la democracia sin adjetivos.
Comprendió que tenía que situarse en la óptica de los adversarios del régimen: de Felipe González, por supuesto, pero también de Santiago Carrillo, de los nacionalistas vascos y del histórico presidente de la Generalitat, Josep Tarradellas. Con el reconocimiento del Partido Comunista de España y con el reconocimiento a Tarradellas como presidente legítimo de la Generalitat quemó, como Hernán Cortés, las naves, lo que no quiere decir que no hiciera el cambio, prudentemente, de la ley a la ley.
Adolfo pagó un precio muy alto por su audacia, por una traición al régimen que había jurado en beneficio del pueblo español, promulgando un proceso constituyente que aspiraba a reconciliar a vencedores y vencidos, a la derecha y a la izquierda.
Pagó un precio alto: ganó en las urnas pero fue crucificado por la clase política, sobre todo por los suyos, los intrigantes de UCD; fue reprobado por los poderes fácticos y, por otras razones, por la prensa. Hasta recibió los improperios de Alfonso Guerra que mencionaba el caballo de Pavía y que le calificó de tahúr del Misisipi.
No le perdonaron hasta que abandonó la política, cuando en las elecciones que dieron la victoria a Felipe González su partido, entonces el CDS, solo obtuvo dos escaños parlamentarios. Hubo gente que llevó su odio hasta los altares; cuando iba a misa, siempre fue muy católico, los que le acompañaban en los bancos de la iglesia rechazaban su mano, se negaban a darle la paz. Fue el personaje de una tragedia griega que cuando se le empezaron a reconocer sus méritos, la fama futura por la que luchaban y morían los héroes de la Iliada, cayó en el olvido más espeso.
Adolfo Suárez, que cometió muchos errores, dejó a la posteridad un legado admirable: la capacidad para integrar a todos, algo que ahora nos parece tan difícil. Y legó también un ejemplo personal que uno desearía para la actual clase política: el de la sencillez, la sobriedad, la capacidad para entenderse con la gente. Ese chuletón de antaño viajaba en clase turista, se alimentaba con una tortilla francesa y mucho café y solo en domingo se permitía encargar una paella.
José García Abad es autor del libro 'Adolfo Suárez. Una tragedia griega'.
Huffington Post 23 de marzo