La institución de la fiesta nacional en España entronca con la tradición liberal y nada tiene que ver con mitos esencialistas. La nación a la que se refiere esa tradición liberal y laica es la de los ciudadanos. La fiesta nacional debería considerarse como una afirmación de valores asociados a la modernidad y opuestos al concepto de los nacionalismos particularistas, desde el casticismo hispano al esencialismo avivado por el independentismo.
Es cierto que España tiene dificultades para encontrar un hecho histórico que sirva de cimiento a la celebración de la fiesta nacional. En el momento de instituirse la fecha del 12 de octubre —en 1987— primó la voluntad de reflejar la vinculación americana de España. Podría haberlo sido la Constitución de 1978, como símbolo de superación de pasadas divisiones (la Guerra Civil, la dictadura franquista). Después, las derivas independentistas y las relecturas de la Transición por ciertos sectores críticos han restado poder de adhesión al intento de afirmar uno de los días del año como el de la fiesta de todos.Una fiesta nacional tampoco debe ser un repliegue patriotero, ni servir para la apropiación partidista, sino convertirse en el símbolo de un proyecto compartido que no debe ir contra nadie. Los alardes de incivilidad manifestados por una minoría en algunas de las celebraciones del 12 de Octubre, destinados a desgastar a José Luis Rodríguez Zapatero cuando era el jefe del Gobierno, muestran hasta qué punto el relato de la fiesta de todos se había cuarteado hasta épocas recientes. Este año no ha sucedido nada similar, pero ha habido un clima previo demasiado enfático en el sentido de que solo determinado partido (el PP) garantiza la unidad nacional. El afán de patrimonializar los sentimientos nacionales resulta tan desmesurado como contraproducente.
El hecho es que ahora nos encontramos con una celebración limitada a ámbitos institucionales y carente de la suficiente base popular. No es extraño que la celebración incluya un desfile militar: basta recordar los del 14 de Julio en París para darse cuenta de que otros países democráticos comparten esa tradición, pero la parada militar no debería ser el hecho público casi exclusivo de la conmemoración.
Como todos los años, también este se ha pasado revista a las ausencias y presencias de figuras relevantes de la política, con el resultado de dos presidentes autonómicos, Artur Mas e Iñigo Urkullu, que no asistieron, como es habitual; más la nueva presidenta de Navarra, Uxue Barcos, y el líder de Podemos, Pablo Iglesias, que declinó asistir a la recepción convocada por el Rey. No es obligatorio asistir, pero tampoco tiene sentido refugiarse en débiles pretextos para justificar ausencias. Contrasta igualmente la presencia en los actos de la alcaldesa de Madrid, Manuela Carmena, con la desabrida descalificación de la fiesta nacional lanzada por su colega barcelonesa, Ada Colau.
La voluntad de concordia no hace ruido. En vez de movilizar la historia al servicio de intereses partidistas, hay que trabajar para encontrarse en una futura celebración que, con naturalidad, pueda serlo realmente de todos.
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