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viernes, 8 de mayo de 2020

Oratoria de insultos



La jornada de este miércoles 6 de mayo, la he pasado pegado al televisor, cambiando de cadena para seguir la actualidad al momento, con las opiniones, comentarios, desvaríos, ocurrencias, de diferentes opinadores que tienen licencia de orientar a la opinión pública. Los que opinan no informan, sacan sus conclusiones como guías ideológicas de lo que deben opinar los espectadores. En muchas ocasiones sus opiniones están calcadas de argumentarios políticos que necesitan vehicular los pensamientos de los ciudadanos.
En las democracias no pueden existir las censuras, lo prohibido, lo oculto, por ello se necesitan perfectos sustitutos como opinadores y argumentarios, modernos patios de Monipodio, que expresan medias verdades, que sostienen tesis a favor y en contra sin ningún pudor, que exponen opiniones sin fundamentar, que aseveran noticias sin contrastar con las fuentes reales, que afirman lo que no existe.
Últimamente se ha puesto de moda hablar de bulos.
A todos los que se les ve el plumero, les llamo opinantes. Saben de todo, lo que es imposible, multiplican los panes y los peces a conveniencia. Nunca sabemos sus sueldos, dietas o bolos. Se aprovechan de su situación privilegiada para juzgar sin ser juzgados, en ocasiones ocultando una doble moral entre lo que dicen y lo que practican.
No estoy negando la libertad de opinión, debe exigirse en toda sociedad democrática, incluso en aquellas dictaduras que la niegan. Hay que saber qué se quiere opinar, estar informado sobre lo que se opina y aceptar la crítica de aquellos que exhiban otras opiniones. El contraste de pareceres, el debate constructivo, el debate intelectual, incluso humorístico.
Vuelvo al debate parlamentario de hoy que me ha mantenido frente al televisor.
Se trataba de obtener el placet del Congreso de los Diputados a la cuarta prórroga del estado de alarma en la crisis de pandemia por covid-19, como método para superar esta infección contagiosa que padece nuestro país, haciendo que los ciudadanos sigan confinados en sus domicilios, aunque sea parcialmente. El Gobierno ha obtenido un voto favorable, hasta por mayoría absoluta.
Mi desdicha, contratiempo o contrariedad ha aflorado completamente, el debate parlamentario ha sido algo más parecido a un combate de boxeo que  una sesión distendida de dialéctica intelectual. Conforme pasaba el tiempo me iba enfureciendo y he tenido que echar mano de esos consejos de la psicología popular para controlar las emociones, “cuenta hasta diez”, que dice la sabiduría castiza.
No me gustaba que al Presidente del Gobierno de la Nación le lloviese toda una tormenta de insultos, de improperios y ofensas. Pacientemente anoté algunos de ellos de algún discurso de esos medidos de treinta minutos. En mi cuaderno aparece: manipulador, mentiroso, cesarista, incompetente, incapaz, inepto, chapucero, pésimo, negligente, arbitrario, irresponsable, opaco, fraudulento.
Manifiesto mi desapego con el término “cesarista”. Muchos ejemplos existen en la historia, del cesarismo se camina al imperio, ocurrió en el imperio romano, ocurrió en el imperio Napoleónico, ocurrió en los imperios fascistas. Los césares, en la izquierda y en la derecha, siempre aplastan la libertad, incluso la humanidad.
Quien habla de cesarismo, concepto sensiblemente antiparlamentario, como descalificación de otro líder político, está exhibiendo y demostrando que es una cualidad personal, escondida en su subconsciente o no tan escondida en ese interior cerebral que todos tenemos. Tal vez una aspiración, sin haber estudiado medio folio de historia contemporánea.
Al final de la sesión parlamentaria respiré más tranquilo, el parlamento tenía su protagonismo, los cuchillos afilados de los insultos sólo servían para engrosar el libro de sesiones, el coronavirus había sido suplido por el coronararo.
¿Alguna vez volverá al Congreso de los Diputados la oratoria brillante, con adornos de ironía y retórica?.

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