La jornada
de este miércoles 6 de mayo, la he pasado pegado al televisor, cambiando de
cadena para seguir la actualidad al momento, con las opiniones, comentarios,
desvaríos, ocurrencias, de diferentes opinadores que tienen licencia de
orientar a la opinión pública. Los que opinan no informan, sacan sus
conclusiones como guías ideológicas de lo que deben opinar los espectadores. En
muchas ocasiones sus opiniones están calcadas de argumentarios políticos que
necesitan vehicular los pensamientos de los ciudadanos.
En las
democracias no pueden existir las censuras, lo prohibido, lo oculto, por ello
se necesitan perfectos sustitutos como opinadores y argumentarios, modernos
patios de Monipodio, que expresan medias verdades, que sostienen tesis a favor
y en contra sin ningún pudor, que exponen opiniones sin fundamentar, que
aseveran noticias sin contrastar con las fuentes reales, que afirman lo que no
existe.
Últimamente
se ha puesto de moda hablar de bulos.
A todos
los que se les ve el plumero, les llamo opinantes. Saben de todo, lo que es
imposible, multiplican los panes y los peces a conveniencia. Nunca sabemos sus
sueldos, dietas o bolos. Se aprovechan de su situación privilegiada para juzgar
sin ser juzgados, en ocasiones ocultando una doble moral entre lo que dicen y
lo que practican.
No
estoy negando la libertad de opinión, debe exigirse en toda sociedad
democrática, incluso en aquellas dictaduras que la niegan. Hay que saber qué se
quiere opinar, estar informado sobre lo que se opina y aceptar la crítica de
aquellos que exhiban otras opiniones. El contraste de pareceres, el debate
constructivo, el debate intelectual, incluso humorístico.
Vuelvo
al debate parlamentario de hoy que me ha mantenido frente al televisor.
Se
trataba de obtener el placet del Congreso de los Diputados a la cuarta prórroga
del estado de alarma en la crisis de pandemia por covid-19, como método para
superar esta infección contagiosa que padece nuestro país, haciendo que los
ciudadanos sigan confinados en sus domicilios, aunque sea parcialmente. El
Gobierno ha obtenido un voto favorable, hasta por mayoría absoluta.
Mi desdicha,
contratiempo o contrariedad ha aflorado completamente, el debate parlamentario
ha sido algo más parecido a un combate de boxeo que una sesión distendida de dialéctica
intelectual. Conforme pasaba el tiempo me iba enfureciendo y he tenido que
echar mano de esos consejos de la psicología popular para controlar las
emociones, “cuenta hasta diez”, que dice la sabiduría castiza.
No me
gustaba que al Presidente del Gobierno de la Nación le lloviese toda una
tormenta de insultos, de improperios y ofensas. Pacientemente anoté algunos de
ellos de algún discurso de esos medidos de treinta minutos. En mi cuaderno
aparece: manipulador, mentiroso, cesarista, incompetente, incapaz, inepto,
chapucero, pésimo, negligente, arbitrario, irresponsable, opaco, fraudulento.
Manifiesto
mi desapego con el término “cesarista”. Muchos ejemplos existen en la historia,
del cesarismo se camina al imperio, ocurrió en el imperio romano, ocurrió en el
imperio Napoleónico, ocurrió en los imperios fascistas. Los césares, en la
izquierda y en la derecha, siempre aplastan la libertad, incluso la humanidad.
Quien
habla de cesarismo, concepto sensiblemente antiparlamentario, como descalificación
de otro líder político, está exhibiendo y demostrando que es una cualidad
personal, escondida en su subconsciente o no tan escondida en ese interior
cerebral que todos tenemos. Tal vez una aspiración, sin haber estudiado medio
folio de historia contemporánea.
Al
final de la sesión parlamentaria respiré más tranquilo, el parlamento tenía su
protagonismo, los cuchillos afilados de los insultos sólo servían para engrosar
el libro de sesiones, el coronavirus había sido suplido por el coronararo.
¿Alguna
vez volverá al Congreso de los Diputados la oratoria brillante, con adornos de
ironía y retórica?.
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