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Al
tercer día nos despedimos con un free tour por Roma, Plaza de España, Panteón Agripa, Plaza Navona, el
barrio del Trastevere y una última visita a la Fontana de Trevi. Volvimos al
hotel por los jardines del Quirinal. La verdad es que ya habíamos cumplido con
el famoso rito de la moneda el primer día. Carla se empeñó en repetir el
protocolo popular para poder hacer realidad aquello de volver a Roma.
“Que
sea de dos euros, para que se cumpla más pronto nuestra vuelta”, exclamó Carla,
elevando la voz para superar el sonido de la cascada y las gargantas de los
cientos de turistas que aquella noche abarrotaban la plaza.
“Toma
los dos euros y lánzala con la mano derecha sobre el hombro izquierdo”, me
parece que pronuncié, mientras disparaba la cámara en varias ocasiones con la
técnica de selfie, recortando nuestras dos figuras sobre las aguas
transparentes y revolconas de la mayor fuente de Roma. Me vino a la memoria la
película “Tres monedas en la fuente” de Jean Negulesco, en la que se cuenta, esa
otra seducción de la fuente, tres romances de amor de tres amigas americanas
que, cumpliendo con la tradición, disfrutaron de sus beneficiosos idilios.
Mientras
nos aproximábamos al hotel percibimos un gran revuelo, sonar de sirenas
policiales y ambulancias, quizás atendiendo un accidente en aquel tráfico tan
convulso, tan agitado, de la Roma turística. De pronto, fuimos conscientes que
el incidente o contratiempo era en la acera de nuestro mismísimo hotel. Un
cuerpo humano bajo una manta de las asistencias, yacía sin vida encima de
aquellas baldosas urbanas.
Nos zafamos
de multitud de curiosos para desaparecer hacia el interior del hotel. En
recepción, tras darnos la llave de nuestra habitación, nos detallaron que
tendríamos que estar a disposición de la policía, que ya estaba investigando el
suceso. Al parecer, se trataba de un posible suicidio de un huésped hacía muy
pocos minutos, al precipitarse desde un quinto piso. No obstante, los
investigadores tenían abiertas varias líneas de actuación, pensando en un
accidente, un suicidio o, quizás, un acto violento intencionado como un
asesinato. Nos cotillearon que los
agentes encontraron la habitación muy revuelta, como si se hubiera registrado a
fondo en busca de algún secreto, de algún objeto tal vez comprometido.
El
recepcionista del hotel, además de la llave de nuestra habitación, nos entregó
un gran sobre de color marrón en el que
sólo constaba el número 212.
Nadie
nos molestó esa noche pero iodo aquel suceso enigmático nos agitó, nos mantenía
perturbados y no se podía conciliar el sueño. A la mañana siguiente, temprano,
salíamos en tren hasta Venecia. Nuestra otra mitad del viaje queríamos hacerlo en la
ciudad de los canales, más Padua y Verona, localidades a las que era fácil
acceder desde la mismísima estación de Santa Lucia, por la que ahora
deambulábamos buscando la parada del vaporetto que nos arribaría hasta nuestro
hotel en el centro de Venecia.
Aquella
jornada la dedicamos a visitar el Palacio Ducal, la Basílica de San Marcos y un
paseo en góndola al atardecer, por el Gran Canal. Fue una experiencia
fantástica en el ambiente carnavalero que tenía toda la ciudad. Carla no pudo
resistirse a comprar un precioso antifaz, que le hacía resaltar su belleza
natural. Por la noche, fue un auténtico gozo aquella terraza Café Florían, en
plena Plaza de San Marcos.
La
prensa italiana de aquel 2 de marzo,
informaba con grandes titulares, de la expansión de una enfermedad infecciosa
por toda la Lombardía y otras zonas del norte de Italia. La Organización
Mundial de la Salud, OMS, alertaba de un coronavirus maligno y pernicioso, que
detectado en la ciudad china de Wuhan se expandía principalmente por toda Asia
y Europa. El bautizado COVID-19 se estaba convirtiendo en todo un peligro
mundial.
Nuestras
hijas en videoconferencia, nos alertaban de los peligros del coronavirus por
bastantes países, que iban respondiendo con el cierre de los aeropuertos y la
imposición de cuarentenas de confinamiento de millones de personas en sus
respectivos domicilios. Se iban suspendiendo eventos y actos multitudinarios
por miedo al contagio. No había tratamientos médicos eficaces para la infección
y la única manera de no infectarse era esa reclusión en las viviendas
particulares.
Parecía
impensable, nunca el mundo tuvo una zozobra tan generalizada. Consiguieron
meternos el miedo en el cuerpo, por lo que a la mañana siguiente adelantamos nuestro vuelo de regreso a Madrid
para aquella misma tarde. Padua y Verona tendrían que esperar a otra ocasión.
La prensa
escrita matinal, ya hablaba del peligro que corrían los certámenes de
arquitectura y arte de la Bienal de Venecia. También en una pequeña entrada del
tabloide, comunicaba que un famoso arquitecto francés había muerto el día
anterior en un hotel de Roma, la policía había confirmado, por las pruebas
forenses, que no se trataba de un accidente sino que se mantenía ahora la
hipótesis de un asesinato, pues había
constancia de que había sido torturado.
En el
vuelo de regreso con Alitalia me había dormido, reviviendo todas las emociones
de aquel romántico viaje a Roma y Venecia. El rozamiento sobre la pista de
Barajas-Adolfo Suárez me devolvió a la realidad y Carla comentó en voz alta “te
duermes en cualquier sitio”.
Tres
días más tarde, el 9 de marzo, toda Italia estaba en cuarentena y los
aeropuertos cerrados. Habíamos tenido suerte de volver a casa sin
contratiempos.
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