Facebook Ángel Malagón
Todas las tardes jugábamos en la explanada entre los contrafuertes de la ermita hasta que sobrevenía la noche.
Desde la ventana de la cocina observaba la hierática y lúgubre figura del campanario, los ventanales asemejaban alargados ojos de un ser inmóvil. Las noches claras se podía divisar el contorno de la campana lo que daba al conjunto un aspecto misterioso.
Aquel campanario parecía el castillo de popa de un bajel abandonado. Por aquellos años la puerta de la ermita solía permanecer cerrada, solo se abría para la celebración de la fiesta del patrono y algún escaso acontecimiento religioso lo que contribuía aún más a su sombría imagen.
Por la fuerza de la costumbre San Blas era parte de nuestra vida común durante el día. La noche transformaba y envolvía en un halo enigmático aquella pequeña iglesia gobernada por su inquietante campanario.
Hubo quienes decían que en noches de luna, cuando el paso de las nubes transmitía claros y sombras sobre los ventanales se podía ver el pálido rostro de una hermosa mujer. Se dijo que en la base de la escalera de caracol había una jofaina donde la bella señora teñía sus cabellos con henna, también que al lado de la puerta que daba paso a la escalera, en ese angosto hueco había una espetera de cuyos ganchos pendían frascos de perfumes exóticos con los que la mujer ungía su cuerpo volviéndolo etéreo.
Un día se dio la rara ocasión en que nos encontramos la puerta de la ermita abierta, aprovechando el descuido de la persona que estaba dentro, varios niños entramos y nos dirigimos a la puerta de la torre que da acceso al campanario. Con torpe cuidado logramos girar el llavín y entramos. La oscuridad y un fuerte olor a humedad y moho nos envolvió.
En el lateral donde iniciaba la escalera había varias cajas de madera con marcas e inscripciones, dentro restos humanos, huesos amontonados y alguna calavera de antiguos caballeros de la Orden extraídos en diversas excavaciones. Aquella visión real y nada mágica nos paralizó al tiempo que nos temblaban las piernas. Unos segundos de incertidumbre y una mano se posó sobre mi hombro. Eh vosotros qué hacéis ahí! Tembló la voz de Baldomero.
Antes de dar respuesta ya corríamos como posesos por la calle.
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