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domingo, 7 de junio de 2020

Tropezar dos veces.....


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Habíamos tenido mucha suerte o supimos analizar la situación con extraordinaria habilidad, lo cierto es, que pocos días más tarde de nuestro regreso a España, desde Italia, se cerraba al tráfico aéreo buena parte del mundo, especialmente este bloqueo de fronteras afectaba a Europa.

No se recordaba nada igual desde los atentados del 11-S, la crisis de la industria sería holística, de un batacazo profundo, ya que aerolíneas, turismo, los sectores no básicos, servicios educativos, sufrirían la imposición de la restricción de movilidad.
En España, el estado de alarma para confinar, para recluir a los ciudadanos en sus casas, se decretaba desde mediados de marzo, para intentar contener una pandemia de infección que se nos venía encima.

La Organización Mundial de la Salud tardó en declarar oficialmente esta pandemia y los gobiernos de medio mundo tuvieron pocos reflejos en anticiparse a los acontecimientos. Se vieron sobrepasados por una infección que se expandía en progresión geométrica. Los propios sanitarios se expusieron a riesgos que no habían previsto. Fallaron las previsiones de material sanitario de protección. Empezó a funcionar el mercado negro y de extraperlo en productos de parafarmacia.

Lo más indigno se desarrolló en residencias de personas mayores, abandonando a estas personas desvalidas a su suerte, negándoles tratamientos médicos por su simple condición de ser octogenarios. Las unidades de cuidados intensivos y las urgencias hospitalarias se vieron desbordadas. Parecía que el apocalipsis, o el cataclismo, esta vez sí habían llegado a nuestro mundo.

La gente se recluyó en sus viviendas a cal y canto. Seguramente por miedo, por ansiedad, por temor a lo que pudiera venir. Era un aislamiento que nunca antes se había sentido, se estaba arruinando la vida social de cada persona para ser sustituida por una especie de cárcel de papel, de cárcel de cartón, que te mantenía ensimismado, con ratos de sudor, con ratos de palpitaciones.

El miedo cada uno lo interpretaba de una manera, miedo a la oscuridad, miedo a la incertidumbre, miedo a lo desconocido, miedo a  un peligro invisible.

En esas primeras jornadas de confinamiento todo era extraño, un consumo inusitado de televisión, llamadas compulsivas a la familia y a los amigos preguntando por la salud, preocupación por acopiar alimentos de primera necesidad, histerismo por conseguir alguna mascarilla mágica que servía de armamento contra el virus maligno.

Recuerdo que había vivido una experiencia parecida, en noviembre de 1975, ejerciendo de jefe de patrulla en una esquina del Aaiún, cuando era territorio español. En aquellos tiempos previos a la “marcha verde” y la salida de las tropas españolas del Sahara Occidental, se decretó un toque de queda, desde las seis de la tarde a las siete de la mañana del día siguiente. La movilidad de las personas estaba prohibida, se identificaba a cualquiera que pasaba por tu lado, exiguos transeúntes y casi siempre militares españoles de alguna graduación.

Como historiador, también me viene a la memoria el contexto del intento de Golpe de Estado en España en 1.981, cuando el teniente general Miláns del Bosch, ordenó la salida de carros de combate a las calles de Valencia y publicó un toque de queda desde las veintiuna a las siete horas, pudiendo deambular por las calles sólo dos personas y recluirse todos en sus domicilios.

Se veían por las calles muchos coches patrulla de todo tipo de fuerzas y cuerpos de seguridad del estado, también de unidades militares variadas, utilizando sus altavoces para intimidad a los vecinos a no salir de casa. La propaganda oficial lanzaba obsesivamente un “quédate en casa”, que era todo un grito imperativo, toda una orden coactiva, amable, pero coactiva.

A todos estos mandatos forzosos, seguramente por seguridad sanitaria, los ciudadanos respondimos con gritos de libertad. El ritmo resistiré se convirtió en la válvula de escape colectivo a esa prisión de papel que era el confinamiento.

Carla y yo, salíamos cada noche a la terraza para aplaudir. Dábamos palmoteos al aire, queriendo felicitar a aquellos que mantenían las banderas de la solidaridad, de profesionalidad, de lo público.

Loas y lisonjas a quien se preocupa por los demás. Una sociedad no avanza sin esas buenas gentes que se entregan a los demás .El COVID-19 también ha hecho aflorar una sociedad demasiado dormida, demasiado pasota a veces.

La historia nos da a conocer acontecimientos en nuestras civilizaciones, pero no nos enseña a no tropezar dos veces en la misma piedra.





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