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Habíamos
tenido mucha suerte o supimos analizar la situación con extraordinaria
habilidad, lo cierto es, que pocos días más tarde de nuestro regreso a España,
desde Italia, se cerraba al tráfico aéreo buena parte del mundo, especialmente
este bloqueo de fronteras afectaba a Europa.
No
se recordaba nada igual desde los atentados del 11-S, la crisis de la industria
sería holística, de un batacazo profundo, ya que aerolíneas, turismo, los
sectores no básicos, servicios educativos, sufrirían la imposición de la
restricción de movilidad.
En
España, el estado de alarma para confinar, para recluir a los ciudadanos en sus
casas, se decretaba desde mediados de marzo, para intentar contener una
pandemia de infección que se nos venía encima.
La
Organización Mundial de la Salud tardó en declarar oficialmente esta pandemia y
los gobiernos de medio mundo tuvieron pocos reflejos en anticiparse a los
acontecimientos. Se vieron sobrepasados por una infección que se expandía en
progresión geométrica. Los propios sanitarios se expusieron a riesgos que no
habían previsto. Fallaron las previsiones de material sanitario de protección.
Empezó a funcionar el mercado negro y de extraperlo en productos de
parafarmacia.
Lo
más indigno se desarrolló en residencias de personas mayores, abandonando a
estas personas desvalidas a su suerte, negándoles tratamientos médicos por su
simple condición de ser octogenarios. Las unidades de cuidados intensivos y las
urgencias hospitalarias se vieron desbordadas. Parecía que el apocalipsis, o el
cataclismo, esta vez sí habían llegado a nuestro mundo.
La
gente se recluyó en sus viviendas a cal y canto. Seguramente por miedo, por
ansiedad, por temor a lo que pudiera venir. Era un aislamiento que nunca antes
se había sentido, se estaba arruinando la vida social de cada persona para ser sustituida
por una especie de cárcel de papel, de cárcel de cartón, que te mantenía
ensimismado, con ratos de sudor, con ratos de palpitaciones.
El
miedo cada uno lo interpretaba de una manera, miedo a la oscuridad, miedo a la
incertidumbre, miedo a lo desconocido, miedo a un peligro invisible.
En
esas primeras jornadas de confinamiento todo era extraño, un consumo inusitado
de televisión, llamadas compulsivas a la familia y a los amigos preguntando por
la salud, preocupación por acopiar alimentos de primera necesidad, histerismo
por conseguir alguna mascarilla mágica que servía de armamento contra el virus
maligno.
Recuerdo
que había vivido una experiencia parecida, en noviembre de 1975, ejerciendo de
jefe de patrulla en una esquina del Aaiún, cuando era territorio español. En
aquellos tiempos previos a la “marcha verde” y la salida de las tropas
españolas del Sahara Occidental, se decretó un toque de queda, desde las seis
de la tarde a las siete de la mañana del día siguiente. La movilidad de las
personas estaba prohibida, se identificaba a cualquiera que pasaba por tu lado,
exiguos transeúntes y casi siempre militares españoles de alguna graduación.
Como
historiador, también me viene a la memoria el contexto del intento de Golpe de
Estado en España en 1.981, cuando el teniente general Miláns del Bosch, ordenó
la salida de carros de combate a las calles de Valencia y publicó un toque de
queda desde las veintiuna a las siete horas, pudiendo deambular por las calles
sólo dos personas y recluirse todos en sus domicilios.
Se
veían por las calles muchos coches patrulla de todo tipo de fuerzas y cuerpos
de seguridad del estado, también de unidades militares variadas, utilizando sus
altavoces para intimidad a los vecinos a no salir de casa. La propaganda
oficial lanzaba obsesivamente un “quédate en casa”, que era todo un grito
imperativo, toda una orden coactiva, amable, pero coactiva.
A
todos estos mandatos forzosos, seguramente por seguridad sanitaria, los
ciudadanos respondimos con gritos de libertad. El ritmo resistiré se convirtió
en la válvula de escape colectivo a esa prisión de papel que era el confinamiento.
Carla
y yo, salíamos cada noche a la terraza para aplaudir. Dábamos palmoteos al
aire, queriendo felicitar a aquellos que mantenían las banderas de la solidaridad,
de profesionalidad, de lo público.
Loas
y lisonjas a quien se preocupa por los demás. Una sociedad no avanza sin esas
buenas gentes que se entregan a los demás .El COVID-19 también ha hecho aflorar
una sociedad demasiado dormida, demasiado pasota a veces.
La
historia nos da a conocer acontecimientos en nuestras civilizaciones, pero no
nos enseña a no tropezar dos veces en la misma piedra.
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