Imaginen, es un suponer, qué le pasaría a cualquier otra persona si aparcase el coche en el carril bus en el centro de Madrid, a las cuatro de la tarde en plena Gran Vía. Si al llegar los agentes de movilidad con la multa, le pidiese que se diesen prisa, que no tiene todo el día para aguantar "la multita y la bronquita". Si cansada de esperar, arrancase el coche y se diese a la fuga. Si arrollase la moto del agente en la precipitada huida. Si se negase a parar y siguiese conduciendo tan campante entre el ruido de sirena del agente que la persigue hasta el garaje de casa. Si después, como si tal cosa, enviase a los escoltas –de la Guardia Civil– a negociar un "parte amistoso de accidente" porque "el seguro del coche es a todo riesgo". Si más tarde argumentase ante la prensa que "lo único que querían era una foto", que "sólo tardó un minuto", que a "esa hora no hay nada de tráfico", que "la moto estaba malísimamente aparcada"...
La pregunta: ¿dónde estaría un ciudadano cualquiera que hubiese hecho algo así? ¿En su casa o en un calabozo de comisaría?
El suceso retrata la falta de oxígeno que, a determinadas alturas, nubla la mente de aquellos cuyo poder es absoluto. La distorsión de la realidad de una condesa muy poco acostumbrada a vivir la vida de un españolito cualquiera. La evidente falta de consideración por la ley, por la autoridad, por los funcionarios, por todos los ciudadanos a los que ha representado y que no se pueden permitir estos excesos sin que se les caiga el pelo. El cinismo de alguien que da lecciones sobre la nación, la libertad y el respeto a la policía mientras se aplica este cuento. La falta de pudor. La prepotencia. La sensación de impunidad que se tiene que tener para actuar así y salir luego a explicarlo, culpando encima a los agentes por la "bronquita", sin que se te caiga la cara de vergüenza.
Aguirre, a su manera, da ejemplo. Demuestra con sus actos la hipocresía de sus palabras. Se ha convertido en su propia caricatura.
(Ignacio Escolar,- El Diario de hoy)
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