Monserrat Domínguez.- Directora Huffington Post
La recién estrenada cuenta en Twitter de la Casa Real va tuiteando imágenes de los momentos estelares del reinado de Juan Carlos I. Pero el contraste con la foto del día es brutal. La imagen del rey en su despacho, firmando su abdicación, visiblemente desmejorado a pesar de su recuperación oficial, es difícil de borrar. Mayor y cansado, el rey que una vez pidió perdón, se va. Por voluntad propia, sí, pero empujado también por la realidad de un país que hace tiempo dejó de considerarle un intocable, cuando su papel crucial en la Transición de este país a la democracia se diluye en la memoria y ya no es suficiente para garantizar la adhesión incondicional de los ciudadanos.
Creo que hace bien en pasarle los trastos a su hijo, y creo entender las razones por las que no quiso abdicar en los últimos meses, sembrados de urgencias y rumores. El punto de inflexión llegó en 2012, con su estrambótica cacería en Botsuana y sus escapadas con Corinna: fue entonces cuando se asomó, sin saberlo, al final de su reinado. Ha tardado dos años en digerir que no morirá con las botas puestas. El rey Alberto II de los belgas, la reina Beatriz de Holanda, e incluso Benedicto XVI le fueron mostrando el camino: hoy en día, ni los Papas tienen que morir en la cama, ni la dignidad del cargo está en aferrarse a él hasta el último minuto.
Tras cumplir 76 años, este mes de enero, el rey Juan Carlos empezó a comunicar personalmente a los más próximos -también al presidente Rajoy, y al líder de la oposición- que había llegado el momento. Los planetas se alineaban: tras las elecciones europeas del 25-M y su nítido mensaje contra el bipartidismo, con un año por delante de tregua electoral, con la necesidad de distanciarse del 9 de noviembre -fecha propuesta para el referéndum sobre la independencia de Cataluña- y del juicio a Iñaki Urdangarín y, quizás, a la infanta Cristina, los tiempos parecían marcados. Y last, but not least: la implosión del PSOE con la marcha retardada de Rubalcaba hizo que este pasado fin de semana se tomara la decisión definitiva: sería este lunes, 2 de junio, el que anunciaría el fin del reinado más largo de nuestra historia.
Este martes, un Consejo de Ministros extraordinario aprobará el anteproyecto de Ley de Abdicación, y la Mesa del Congreso y la Junta de Portavoces, ya por la tarde, darán luz verde a un procedimiento abreviado que permita, en lectura única en Congreso y Senado, sacar adelante la ley orgánica necesaria para dar forma al relevo: los votos de PP y PSOE son más que suficientes. Así, en unas tres semanas, y en una ceremonia sin lujos, fanfarrias ni oropeles, el príncipe podrá quedar investido por las Cortes como Felipe VI; su hija Leonor será la nueva princesa de Asturias, y el rey y la reina -ya decidirá el nuevo monarca qué tratamiento reciben- quedarán liberados para seguir adelante con su vida como deseen.
Este último aspecto no es baladí; si algo se ha roto en los 39 años de reinado de Juan Carlos es el exquisito cordón sanitario con el que los medios de comunicación han tratado a la Casa Real y a sus miembros. Las críticas o las investigaciones se topaban con un airbag de protección que a punto estuvo de pinchar a mediados de los 90, cuando convulsionaba el gobierno de Felipe González y las amistades peligrosas del Rey -Javier de la Rosa, Manuel Prado, Mario Conde- llenaron de sombras y dudas las andanzas del monarca. Entonces no existían las redes sociales: hoy el escándalo hubiera sido imposible de desactivar. Como no se puede acallar ahora a quienes, dentro o fuera de los cauces tradicionales, cuestionan la monarquía parlamentaria.
Mientras escribo estas líneas, se están celebrando concentraciones en varias ciudades para exigir un referéndum sobre el modelo de estado: República o Monarquía. Éste era precisamente uno de los temores que más preocupaba al rey: que la abdicación provocara mayor inestabilidad, en un momento de frágiles equilibrios, con un sistema institucional abiertamente cuestionado. Pero en el cálculo también entran esas manifestaciones y las protestas, con la que la Casa del Rey ha convivido en los últimos años, y tendrá que hacerlo en el futuro. El ejercicio de transparencia que reclaman unos ciudadanos hartos de opacidad, de hecho, ya ha comenzado. Y la gran baza de Zarzuela es que, a pesar del deterioro ante la opinión pública de la institución monárquica, la mayoría de los españoles no tienen entre sus prioridades cambiar la arquitectura institucional. De momento.
Al todavía príncipe Felipe le toca asumir la máxima responsabilidad de representar a este país en tiempos turbulentos. De él ha dicho el rey que tiene "la madurez, la preparación y el sentido de la responsabilidad necesarios para asumir con plenas garantías la Jefatura del Estado y abrir una nueva etapa de esperanza, en la que se combinen la experiencia adquirida y el impulso de una nueva generación". Nadie pone en duda que, a sus 46 años, Felipe de Borbón tiene formación y experiencia suficiente para asumir el cargo para el que lleva preparándose desde niño. Pero la clave está en algo que no queda directamente bajo su control: en abrir una nueva etapa de esperanza, lo que más que una necesidad es una exigencia para cualquier institución que quiera trascender.
En cualquier caso, ha llegado su hora: los tiempos reclaman un estilo, un talante y unas habilidades diferentes a las que tuvo su padre. A partir de ahora empezaremos a conocer mejor de qué cuajo está hecho Felipe de Borbón, al que desde estas líneas le deseo toda la suerte y el acierto que él, y este país, merece.
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