Yo no sabía nada
Lorenzo Silva.-domingo 18 de agosto
Es lo que pasa cuando te cita un juez como testigo: que hay que decir algo, y que ese algo no puede ser una mentira, porque como imputado te sale gratis, pero al llamado a prestar testimonio sin imputación de por medio se le exige decir verdad. Si uno larga una trola, certificada por secretario judicial, y a posteriori se demuestra que lo fue, vienen curvas y de las malas.
Una desairada coyuntura, para quien acude al llamamiento sin posibilidad de rebatir indicios que ya obran en el sumario y sin que le quepa, por razones superiores, agachar la testuz y corroborarlos. Lo malo de los interrogatorios judiciales es que tienden a ir al detalle que le hace a uno más frágil, y que si su señoría es aplicado, y éste lo parece, pregunta teniendo en la cabeza todos los folios de la instrucción, mientras que el testigo sólo cuenta con lo que devuelve una memoria aturdida por los años y los vanos
Lo más antipático de acudir a cantar la lección ante los togados es que nunca le preguntan a uno por los temas que se sabe de carrerilla y le encantaría recitar, sino por esas oscuras páginas de los apéndices del temario, esas a las que nadie presta atención y que, si alguien llega a leerlas, son las primeras que desaloja para ocupar en otros menesteres las neuronas.
En cualquier caso, no se puede desatender la citación del juez. Es más, conviene hacer ver que se acude de buena gana y mejor disposición a colaborar con la justicia, aunque en ese momento uno prefiriera ir a que le sacaran una muela y que de la faena se encargara un chimpancé con un destornillador. Toca hacer el paseíllo a la puerta del juzgado, que uno lleva con el mayor aplomo posible, sugiriendo que va porque es su deseo y que nada tiene que ver con el que lo hace como sospechoso, pero que en lo externo apenas se distingue del paseíllo de los presuntos. Luego hay que sentarse delante del magistrado y tener algo que responder a las preguntas que irá formulando.
Llegados a este instante, el del horroroso dilema, es el momento de desenfundar el arma que uno trae para enfrentar este marrón. No es de gran calibre, y al testigo le tiembla el pulso al empuñarla, pero no tiene más remedio: hay que sacarla a la primera pregunta, y mantenerla ahí durante todas las que vengan detrás, sin dejar que el recelo con que será acogida merme el ánimo ni la resolución de aferrarse a ella hasta el final.de su conciencia.
Hay cosas que se recuerdan todas revueltas, imposibles de disc
El arma del testigo se resume en cuatro palabras: 'yo no sabía nada'. Y viene cargada con una única munición: 'quien se ocupaba era él'. Él, naturalmente, es el caído, el amortizado, el cortafuegos. Que quien así testifica fuera el jefe del inculpado, el responsable de la gestión por encima del habitante del córner al que se despejan todos los balones, ha de presentarse como una coincidencia irrelevante. Buenos estaríamos si uno hubiera de responder de todos los desatinos y todas las infidelidades de que pueden ser capaces quienes trabajan por debajo de uno en el organigrama. Cada palo ha de aguantar su vela y donde haya un marinero que nadie le pida nunca cuentas al patrón.
La pregunta que le surge al respetable, tras la declaración, es si con esa finta el testigo ha acertado a decir verdad y eludir la mentira que en este caso resultaría punible. Eso sólo él lo sabe a ciencia cierta, porque sólo él sabe lo que no sabía. Pero no le hace falta no haber mentido: basta con que no pueda demostrarse que sabía algo. La estrategia, aunque parezca chapucera, es la mejor que le cabe, dentro de las circunstancias.
Que con ello quede desacreditado como jefe es un mal inevitable y menor. Escurrir el bulto es, ya, el deporte nacional.ernir. Y otras que en su día se prefirió vivir por encima, sin implicarse mucho, reservando la mente y las energías para tareas más gratificantes y vistosas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario